El
final del juicio al Procés y las conversaciones para la investidura de Sánchez
marcan los prolegómenos del delicado otoño que se avecina. Abordar desde un
diálogo fructífero el conflicto territorial requiere determinación y coraje, dos
elementos que se echan en falta en el proceder mudable de Sánchez ante la
cuestión catalana.
Pedro Sánchez se enfrenta al
reto de gobernar sobre los resultados del 28 de abril, sin más amagos de nuevas
elecciones. De un gobernante se espera por encima de todo que gobierne. El
presidente en funciones se encuentra en el momento de conformar una mayoría. El
tiempo de los golpes de efecto y las estrategias postelectorales se agota. La
coyuntura hace años que arrastra una dimensión histórica insoslayable, y dicha
trascendencia no debería quedar a merced del mero cálculo comunicativo, por
hábil que sea el trabajo de Iván Redondo. Solo con el agua de la lluvia no se
llena una piscina. La necesidad de altura política, concepto polisémico, genera
un estado de ánimo que oscila entre la preocupación apocalíptica y la esperanza
infundada. Extremos que nutre el propio PSOE mirando a uno y otro lado en una búsqueda
bipolar de alianzas que subraya la idea de un sanchismo falto de provisiones, de
nuevo agarrotado con la tarea que le ha tocado afrontar. Para afrontar un
diálogo que rinda frutos, lo primero que se necesita es coraje y lo segundo
discreción, dos costosos ingredientes frente a una derecha que no dará ni un
día de respiro. Pero esto último forma parte del guion de las dificultades, de
sobra conocido.