El 1 de octubre el Estado intentó expropiar a golpes de porra el derecho a decidir. Y no solo no lo consiguió, sino que fracasó con estrépito. Esa es la base, más todo lo sucedido después, que el soberanismo debe gestionar con inteligencia, con paciencia, pero también con dignidad.
Ese soberanismo pugna ahora mismo entre dos riesgos que además son excluyentes: perder de vista la realidad/perder de vista el ideal. Un desfiladero entre obcecarse/contradecirse/desdecirse. Y severa falta de cohesión interna para acordar con detalle qué hacer.
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