30 mayo 2008

El hambre y los derechos humanos deberían ocupar la política

El Roto, El País (28-10-99)

Entre tanto ruido discursivo, es fácil olvidar el principio de referencia básico: el valor de la dignidad humana y su necesaria salvaguarda

Para desvelar las causas de la pobreza, teórica prioridad de las ONG de desarrollo, es necesario apuntar más a la economía y la política, y comunicar mejor en un asunto donde no es fácil influir. El desarrollo transfronterizo importa poco. No se percibe conflicto en la extrema desigualdad, ni ventajismos comerciales crónicos, sí una incapacidad rotundamente ajena, que incomoda sólo durante unos segundos, porque en general preferimos no conocer su situación.

El hambre es erradicable y no lo parece. Debería ocupar un espacio central en la política. No se trata de un fenómeno desconectado de la economía, ni de una simple estadística. Sin embargo, los compromisos se incumplen sin temor a perder elecciones.

¿A cuántos seres humanos no amparan los derechos humanos?

Sesenta años después de su proclamación, no deberían ser un desiderátum. Están para cumplirlos. Su respeto garantizaría un enorme progreso, y no sólo ético.
Los DH conllevan un deber de exigencia legislativa y dotaciones presupuestarias. Requieren de un compromiso de protección pública a favor del trato digno, de la libertad, la igualdad y la fraternidad. El pisoteado artículo 25 de la Declaración, por ejemplo, afirma en su punto 1 que “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad”. A menos derecho más pobreza, por lo tanto. El artículo 26.2 proclama que “la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz”.
Cuántas personas hoy se negarían a suscribirlo.

Más información:

Según la Declaración de Derechos Humanos aprobada en 1948:
  • Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona.
    Ninguna persona será sometida a tortura ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes.
  • Toda persona tiene derecho a un nivel de vida que asegure su salud, su bienestar y el de su familia.
  • Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social.

28 mayo 2008

La idea

Presionar políticamente para la consecución de los Objetivos del Milenio y evitar la impunidad

¿Qué pasará en la política internacional si no se alcanzan? ¿Caerán gobiernos? ¿Dimitirán altos cargos? ¿Se hundirá la credibilidad del G8?

¿Se recortarán drásticamente los gastos militares? ¿Se ampliará el significado de la inseguridad ciudadana? ¿Se desplomará “la economía”? ¿Se seguirá diciendo que la lucha contra la pobreza es una prioridad? ¿O más bien se apuntalará la interesada sensación de que la desigualdad extrema es inevitable, como una irremediable siniestralidad, como si los derechos fuesen sólo intenciones?

“La lucha contra la pobreza es el gran cambio del tiempo que nos ha tocado vivir y el gran logro que nuestra generación puede aportar”, afirma Paloma Escudero, directora de Unicef Comité Español. Sin embargo, los llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio , aunque factibles y urgentes, son impopulares, por desconocidos.

  • Si no se difunden más, aún tendrán menos posibilidades de alcanzarse. Objetivos fundamentales, aunque importen más bien poco e interesen más bien menos.
  • Porque hay problemas muy reales que demandan otra macropolítica y otra macroeconomía, más que simple filantropía.
  • Porque ignorar la solución a injusticias de tal envergadura es el primer paso para no reducir las desigualdades. Sin diagnóstico no hay tratamiento.

    La pobreza en el mundo es la manifestación de una desigualdad extrema, nada trivial ni casual, que no turba ni se pone seriamente en cuestión, porque los vínculos en una sociedad de consumo se ciñen con fuerza al ámbito clientelar. En medio de fuertes dosis de indiferencia y escepticismo, la utopía pierde cualquier consideración positiva, y acaba por percibirse como algo inservible, un remedo de ilusiones melifluas y románticas, para comodidad de poderes con escasísima o nula determinación por el equilibrio social. Para el filósofo Daniel Innerarity, «un proyecto político tiene que encarnar una esperanza, razonable e inteligente, o no pasará de ser más que la inercia necesaria para seguir tirando». Aunque obviando la pobreza mundial se demuestra no tener una idea real de nuestro tiempo, la desigualdad extrema y crónica abona el escepticismo y apuntala la impresión de que la extensión masiva de los derechos humanos a medio plazo es escasamente factible. Ciertamente el panorama apunta a que transitamos por otra década perdida para el desarrollo.

De la beneficiencia al derecho

La pseudo-globalización actual es humanamente insostenible, con fragilísimos principios éticos. Requiere más derechos humanos y menos desigualdades, para lo cual necesita otras políticas, con líderes preocupados y preparados, más abiertos al mundo. La desigualdad extrema no es una maldición del destino. Forma parte de la primera realidad de este planeta, pero debido a múltiples intereses no se visibiliza lo suficiente.
Es preciso pasar de la beneficencia al derecho; de la compasión a la justicia; cumplir con los llamados Objetivos del Milenio si de verdad se quieren extender las oportunidades. Superar un ombliguismo tan políticamente irresponsable como interesado; esa tracción a conservar el status quo y a cubrirse bajo el paraguas de la ley del más fuerte. Los Objetivos del Milenio no son objetivo y nadie habla de ultraje.